That Summer in Paris: una mirada, desde el cariño, a la soledad queer.
La última edición del Festival Internacional de Cine de Bogotá se llevó a cabo del 9 al 15 de Octubre de 2025. Durante esa semana, tuve la oportunidad de participar en un taller de crítica cinematográfica en el marco del BIFF BANG! y, también, de integrar el jurado que debía otorgar el premio de la juventud. En mi primer día, después de reclamar la acreditación, la primera actividad era una charla abierta, que llevaba por nombre “Migrar y Crear”: en ella, los cineastas Emanuel Rojas, Jerónimo Atehortúa y Juan Sebastián Quebrada conversaban con el periodista Santiago Rivas en torno a la representación y los efectos de la migración en el cine. No hago mención a este evento simplemente por contar la anécdota, sino porque me resulta inevitable pensar en ello al hablar de Le rendez-vous de l’été (que se tradujo al inglés como That Summer in Paris), el primer largometraje de la directora Valentine Cadic. En él, seguimos las desventuras de Blandine, una mujer que decide ir desde Normandía hacia París en medio de la celebración de los Juegos Olímpicos de 2024: es decir que la historia no se centra en una migración, pues la protagonista ejerce un viaje vacacional de apenas una semana dentro de su mismo país; sin embargo, el escenario permite que la directora haga uso de múltiples herramientas para mostrarnos la incomodidad que llega a sentir Blandine, quien se autopercibe como xenos en una ciudad convulsa, junto con la inevitable alienación que esto conlleva.
That Summer in Paris era la primera película que teníamos asignada dentro de diez visionados obligatorios —todos los de la sección “Espíritu Joven”— y fue sobre la cual escribí mi primera crítica en el taller. Hubo varias razones que me motivaron a hacerlo: primero, que no muchos de mis colegas iban a elegirla —aunque el intento de ser única y diferente me duró poco: tiempo después, cada asistente tuvo que escribir sobre esta cinta en particular, por petición del tallerista— y, segundo, porque me pareció que arrojaba una nueva luz sobre la representación que suele darse, en el cine, de la soledad en personajes LGBTIQ+. Para ser honesto, en una primera versión de este texto contaba que había logrado percibir un montón cosas que, a lo mejor, ni siquiera estaban presentes en el filme: por fortuna, dicho espacio me permitió reevaluar lo que había escrito (y visto) con base en otras perspectivas (y otros textos). En este sentido, lo único que todavía sostengo es que su abordaje cariñoso de la soledad queer constituye, para mí, lo más significativo de la cinta. A continuación, quiero detallar cómo esta mirada se hace presente en el metraje, el porqué me parece importante señalarla y, para el cierre, plantear tanto una objeción como una nueva posibilidad.

El primer plano de la película nos sitúa a orillas de una calle; en el extremo opuesto, Blandine (interpretada por Blandine Madec) se encuentra hablando por teléfono. Desde allí, la cámara se acerca despacio hacia ella con un zoom. Apenas en sus primeros segundos, el filme anticipa lo que sucederá con su protagonista durante el resto del metraje: pasará de verse minúscula en medio del caos parisino a recobrar, de manera progresiva, su espacio en el mundo y también su agencia. Por supuesto, todo esto es ante nuestra percepción como espectadores, ya que Blandine se nos da a conocer mediante una serie de interacciones desafortunadas: primero, es rechazada de manera abrupta para entrar a ver los juegos olímpicos por cargar con una maleta muy grande y, luego, le notifican que debe irse del albergue donde se está hospedando por haber sobrepasado el límite de edad la noche anterior. Sin embargo, es posible que Blandine no se perciba a sí misma como una mujer tan pequeña: de tal forma, mientras continúa afrontando escenarios cada vez más bochornosos, el filme nos empieza a dibujar, poco a poco, un personaje complejo que asume su apariencia noble e ingenua como un atributo que va de la mano con su entereza.
Cabe resaltar que una de las principales virtudes de That Summer in Paris recae en cómo logra abordar momentos incómodos y dolorosos mediante la comedia ligera. Para conseguir esto en medio de una fotografía con colores vibrantes, la directora recurre a propuestas sutiles pero efectivas: por ejemplo, en muchas de las tomas seguimos a Blandine en movimiento delante de las multitudes, como si fuese una pieza que no se acopla a un rompecabezas donde quienes la rodean parecen tener un no-lugar ya asignado. No obstante, la protagonista, en vez de entregarse al cauce, prefiere decidir cuál es su lugar de pertenencia, aunque esto vaya en contravía de las masas que la rodean: una de las secuencias más interesantes de la película nos muestra, precisamente, una aglomeración de gente que baja por unas escaleras eléctricas, mientras que Blandine es la única persona que sube del otro lado.

Con esta imagen en mente, podríamos deducir que uno de los temas centrales de That Summer in Paris es la soledad (y mi teoría se refuerza si consideramos que Cadic ya había abordado dicho tema en sus cortometrajes previos: La nuit n’en finit plus y Les grandes vacances, ambos de 2022). Esto queda establecido desde temprano en la película, cuando Blandine es abordada por un reportero que le pregunta por los juegos olímpicos: ahí, ella le termina contando prácticamente toda su vida, ante el desespero del hombre. Aunque la escena me resultó divertida en pleno visionado, volver sobre ella ahora me hace sentir pesar, pues esto deja entrever que Blandine había pasado mucho tiempo sin hablar con nadie. Y a este aislamiento se le suma, también, aquel que se deriva de la era digital: la cinta introduce este elemento por medio de breves cambios de formato al vertical propio de una historia de Instagram, en los que Blandine observa, desde lejos y con indiferencia, el mundo que la rodea.
Aún así, conforme avanza el metraje, la cámara encuentra un ritmo tranquilo para mostrarnos que su soledad abarca diferentes registros emocionales: al final, queda claro que para este personaje dicho estado no es fuente exclusiva de tristeza, sino que también representa armonía. Lo anterior se evidencia también en la progresión de la historia: desde que llega a París, sabemos que Blandine afronta un duelo amoroso tras haber terminado su relación con una mujer, Caroline y, en paralelo, vemos cómo logra cierta cercanía emocional con Benjamin (interpretado por Arcadi Radeff), un electricista que trabaja para los juegos olímpicos; en palabras de ella, él es el único que se ha comportado de manera amable durante su estadía. Así y todo, justo cuando parece ser que Blandine ha encontrado una nueva posibilidad con alguien, ella misma le constata al hombre que no está buscando el amor. Es más: le dice que, para ser honesta, ni siquiera siente que vivir con otra persona, sin distinción de género, sea algo a lo que aspire, dado que prefiere tener su espacio y su paz intactas. En la última imagen de la película, Blandine se encuentra, otra vez, sola, sentada junto a su maleta mientras contempla el mar, ya de regreso en su pueblo natal. De nuevo, a diferencia de las escenas previas, aquí no se produce desazón: lo que transmite, por el contrario, es calma. De tal forma, al salir de la sala, concluí que la soledad no era lo agobiante para Blandine, sino la falta de hospitalidad percibida.
Dicho esto, podríamos ver este largometraje como un acto de resignificación de la soledad queer. Por lo general, una consecuencia de saberse LGBTQ+ (bien podríamos decir “diferente al resto”) es el aislamiento. Por tanto, me parece natural que, en muchas películas, esto se retrate como algo doloroso. Y esta representación podría sonar arcaica, pero es algo que ha venido pasando, incluso, en los últimos años: historias donde la felicidad se equipara al encuentro del amor romántico en un mundo que —todavía— castiga las relaciones que se salen de la heteronorma y donde la tristeza llega con la pérdida, o la separación, del ser amado —si bien esta convención permite que el espectador se identifique y, con ello, abra la puerta a posibilidades esperanzadoras—. Pienso, por ejemplo, en Portrait of a Lady on Fire (dir. Céline Sciamma), All Of Us Strangers (dir. Andrew Haigh), Queer (dir. Luca Guadagnino), Twinless (dir. James Sweeney)… y para que no me malentiendan, las dos primeras son de mis películas favoritas —de las otras hablamos después—, pero el hecho de que el cine acostumbre —todavía— a abordar la soledad de sus personajes LGBTIQ+ como algo inherentemente triste me hace ruido, aún más si consideramos que la cultura capitalista entroniza la vida en pareja y, cómo no, el formar familia como único estilo de vida aceptable. Por ende, en vez de hacer que Blandine encuentre el amor romántico a manera de triunfo para quien siente que no encaja del todo —su condición de foránea puede tomar aquí una dimensión simbólica— o bien hacer que su alienación parezca cada vez más desoladora, que Valentine Cadic termine por mostrar esta soledad como algo deseable y fruto de la elección propia se recibe cual bocanada de aire fresco.

Ahora bien, aunque la cinta nos permite ser testigos de la rebelión silenciosa que Blandine hace, a su ritmo desacompasado, contra los mandatos heteronormativos de cómo habitar el mundo, tampoco me parece un manifiesto revolucionario. De hecho, se podría argumentar que la película termina exaltando, entonces, otra cara de la moneda: el individualismo. Y aunque la protagonista puede ser vista como un personaje sensible que se comporta de manera gentil en una sociedad cada vez más fría y distante, esto no la libra de la objeción: en algunos momentos se logra percibir que Blandine —y That Summer in Paris per se— guarda una cierta lejanía frente a las problemáticas sociales que la circundan: hay una serie de desalojos motivados por los juegos olímpicos y de protestas que, en la película, quedan relegadas a un segundo plano.
Al respecto, me gustaría finalizar con una invitación: en la charla mencionada al inicio, Atehortúa decía que “la única nación a la que uno pertenece son sus afectos”: por consiguiente, pienso que también podríamos rebelarnos construyendo nación bajo estos términos —es decir, haciendo comunidad—: de hecho, puede que este sea un mejor antídoto frente a las actitudes hostiles que Blandine percibió en su viaje, pues aunque me parece valioso que ahora hayan apuestas cinematográficas que miran la soledad queer desde otros ángulos, un aislamiento por elección propia podría llevarnos, como pasa con la protagonista de That Summer in Paris, a un constante ver hacia dentro; poco más que oídos sordos al mundo exterior. Y además, este ejercicio de co-construcción también puede ser visto como una manera de resignificar la soledad: una que, tal vez por fin, nos permita borrar las fronteras que suele trazar la apatía.
