Imagen destacada para Orgullo y Prejuicio: las ironías del amor romántico.

Orgullo y Prejuicio: las ironías del amor romántico.

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Imagen destacada: Orgullo y Prejuicio: las ironías del amor romántico.

Ah, ¿quién no quisiera una historia de amor como la de Elizabeth Bennet y el Señor Darcy? Una de esas —hombre y mujer, como versa La Biblia— en las que él declara que está enamorado a pesar de su buen juicio, para que ella responda, furiosa: “usted es el último hombre en el mundo con el que me casaría”. En definitiva, este es el sueño de los románticos empedernidos… o bueno, así podría verse si hiciéramos una lectura irónica de Orgullo y Prejuicio, la película del 2005 que es una adaptación —entre muchísimas— de la novela homónima de Jane Austen. En este texto quiero hablar de dicha figura retórica: de cómo está presente en la novela, en el largometraje y en nuestras propias ficciones románticas del diario vivir.

Para ser honesto, estuve esquivando esta película por largo rato: en bachillerato nos hicieron leer el libro y todavía le tengo cariño. Por ende, considerando que los fanáticos más acérrimos de Jane Austen suelen ser los críticos más fervientes de la cinta dirigida por Joe Wright, temía que una historia que había interpretado, en su momento, como una radiografía casi satírica de las costumbres de la época se convirtiera, en su tránsito al medio audiovisual, en un romance al uso. Muy a mi pesar, este año se anunció su reestreno en cines, así que tuve que dejar a un lado el orgullo y los prejuicios para ir a verla. Hubo algo que me motivó: gran parte de mis amigas la tenían como una de sus películas favoritas de todos los tiempos —gran parte de ellas, unas románticas empedernidas—. Así y todo, me sorprendió que la adaptación llevaba, por momentos y de manera muy ingeniosa, la ironía sutil de Austen a la pantalla grande.

Jane Austen

En la novela, este recurso se hace evidente desde las primeras líneas, tal como podemos ver a continuación:

“Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa.

Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas”.

—Jane Austen.

Con su famoso arranque, la autora no está constatando un hecho acerca del matrimonio, sino que parece mofarse de su naturaleza transaccional: los hombres poseedores de grandes fortunas —porque sin dinero para qué los quiero— necesitan esposas y, para que la objetificación sea bidireccional, ellos también son vistos como propiedades por las familias que los rodean. Muchos momentos de la narración atinan, del mismo modo, a hacer una crítica de las convenciones sociales alrededor de la búsqueda de pareja en la Inglaterra de inicios del siglo XIX.

En la película, Wright consigue mantener este tono al crear situaciones irónicas en varios puntos del metraje: por ejemplo, una madre (interpretada magistralmente por Brenda Blethyn) que se enferma cuando su hija escapa con un soldado, pero que se recupera, al instante, tras descubrir que contrajeron matrimonio; un corte al grupo de hermanas que se sienta dando un suspiro, todas al unísono, al estar en la mansión del acaudalado Señor Bingley; una cámara que, de repente, hace zooms rápidos propios de una sitcom. Y el recurso no solo se emplea en las formas: también se hace presente en los diálogos que Elizabeth mantiene con el Señor Darcy, cuya relación es el corazón de la película y, por su puesto, pionera del enemies to lovers que ya se ha vuelto un lugar común en las historias de ficción.

Las Bennet

Hay varias razones por las cuales este romance sigue funcionando, incluso cuando la adaptación nos llega después de cientos de largometrajes que han repetido la misma fórmula hasta el hartazgo. Una de ellas es la construcción lenta del deseo. Los protagonistas ni siquiera se besan —salvo por una escena que añadieron al final de la versión estadounidense— y, aún así, la tensión entre ellos es palpable todo el tiempo. Por ejemplo, mi momento favorito de la película es la escena donde Darcy y Elizabeth bailan por primera vez. En ella, la cámara los sigue despacio, en una sola toma —a diferencia del baile que le precedía, entre Elizabeth y el Señor Collins, donde se cortaba abruptamente de un momento a otro y se enredaban las conversaciones para dar una sensación caótica—. Al final, ellos quedan en el centro del plano: la cámara se enfoca en la pequeña confrontación que tienen mientras que los demás siguen moviéndose a su alrededor y, acto seguido, los vemos solos en el salón de baile. Wright, tanto en esta como en otras escenas, hace uso de las miradas, los gestos y los símbolos —la mano de Darcy, su abrigo, las estatuas de su mansión…— para despertar emociones que, incluso, son ajenas a la novela original. Y no lo digo yo: la misma Charlotte Brönte, autora de Jane Eyre, decía que para Austen “las pasiones son perfectamente desconocidas”.

Justamente, esto es lo que critican los más devotos del libro: para ellos, el director se aleja del costumbrismo de Austen y su tono resulta más cercano a una historia de las hermanas Brönte, pues aquí las emociones por poco y desbordan a flor de piel. No pretendo negarlo; de hecho, me atrevería a afirmar que esta adaptación es más popular que otras porque funciona como una fantasía escapista. Ya mencioné que a mis amigas les encantaba la película y, si les preguntara por sus momentos favoritos, tal vez me hablarían del Señor Darcy bajo la lluvia diciéndole a Elizabeth que la ama, del Señor Darcy que aparece caminando entre la niebla, del Señor Darcy que confiesa que lo he hechizado en cuerpo y alma —digo, a Elizabeth— mientras se le quiebra la voz… Además, su personaje evoluciona conforme a los deseos de la protagonista: cuando ella dice que la danza fomenta el afecto, él la invita a ser su pareja en el próximo baile; cuando ella dice que le gusta dialogar, él irrumpe en casa de su primo para hacer un intento torpe y tierno de conversación. El Darcy de la película, todavía más que el de la novela, personifica una de las fantasías románticas por excelencia: la del hombre —casi siempre frío y enigmático, pero a la vez sensible, y de preferencia millonario— que está dispuesto a cambiar por amor.

Darcy

Ahora bien, esto no se queda ahí: Elizabeth también experimenta cambios gracias al amor que siente, pues el orgullo y el prejuicio del título son obstáculos que ambos deben superar para que su relación prospere. Por lo general, se suele asociar a Darcy con el primero y a Elizabeth con el segundo; aún así, vemos que Darcy acusa a Elizabeth de ser orgullosa y, por su parte, él también está cargado de prejuicios respecto a la familia Bennet. Podríamos decir, entonces, que cada uno es tan orgulloso y prejuicioso como el otro. En particular, estas similitudes entre los personajes son interesantes porque, en la última escena, Elizabeth prácticamente rompe a llorar cuando le dice a su padre lo parecidos que son Darcy y ella: en otras palabras, su declaración de amor llega a un punto máximo cuando confiesa que se reconoce en él —la eterna pregunta: ¿amo al otro o me amo en el otro?—. Por ello, aunque parte de su éxito es gracias a que funciona como una fantasía idílica, sería injusto definir toda Orgullo y Prejuicio como tal, pues en realidad tiene mucho que decirnos sobre aquello que consideramos romántico: nos habla, por un lado, del amor como un acto de transformación; por otro, del componente narcisista del enamoramiento; y así podríamos seguir encontrando en ella muchas más ideas y mitos que nos atañen no solo en la ficción, sino también en cómo concebimos las relaciones de pareja en nuestra cotidianidad.

No es secreto para nadie que nuestra relación con el amor romántico está mediada por los productos culturales que consumimos: libros, canciones, películas de Disney… En este sentido, son muchas las personas —esas amigas— que sueñan con “un romance como el de Orgullo y Prejuicio”; personas que, en realidad, lo que quieren es que llegue un Señor Darcy a sus vidas. Aquí conviven, también, varias ironías. La más evidente: este deseo es, en esencia, anhelar un personaje masculino (ficticio) que fue escrito por una mujer. Uno que, además, fue escrito en una época específica. Tal vez debamos reconocer que el romance de Orgullo y Prejuicio no funciona fuera de su contexto. La película nos deja claro que las Bennet no pueden heredar la fortuna de su padre, es decir, que las mujeres entonces se encontraban oprimidas por un sistema que las forzaba a casarse con un hombre para subsistir. Por ende, entre tantos matrimonios a conveniencia, encontrar el amor en una pareja era, prácticamente, la dicha más grande: Jane, tras comprometerse con Bingley, le dice a su hermana que ojalá ella algún día pueda ser tan feliz. Es así que muchas historias que versan sobre esta misma fantasía no logran la misma calidad, llegando incluso a romantizar el machismo —ya sea Crepúsculo, Cincuenta Sombras de Grey, o las películas que nos hacemos en nuestra cabeza—, pues intentan vendernos la idea de que amar a un hombre es la máxima fuente de felicidad, pero ignoran que están situadas en el mundo contemporáneo, donde esto ya se considera un mito: las mujeres solteras son un grupo demográfico cada vez más numeroso y, hoy por hoy, viven a plenitud.

Soltera, Shakira

En fin, por mucho que quiera seguir indagando en otros mitos del amor romántico con los que dialoga Orgullo y Prejuicio, me parece que la película, incluso hoy, nos propone algo valioso, una idea que sí podríamos aplicar a las relaciones contemporáneas. En realidad, no pretendo que nadie haga a un lado su sueño de encontrar una pareja para sumarse al grupo de solteras felices, pero sí quiero quiero resaltar una última ironía, tal vez la más grande de todas: quien anhela la llegada de un Señor Darcy puede caer, con facilidad, en la trampa de añorar un romance de época, en un “quiero volver a los tiempos de antes”. No obstante, la relación entre Darcy y Elizabeth apunta a todo lo contrario: su romance es uno que desafía las convenciones de su tiempo. Esto es, para mí, lo que todavía mantiene esta historia vigente, lo más pasional de todo. Sabemos que Elizabeth también es una romántica empedernida, por mucho que ella lo niegue —la película nos la presenta, al inicio, leyendo un libro de romance y haciendo gestos de quien fantasea con aquello que lee—, pero no es un sujeto pasivo de su propio relato. Justamente, a Darcy le atrae que ella sea una mujer que no se comporta como una “dama en sociedad”: es sarcástica, desafiante y nunca se queda callada. Por otra parte, ambos eligen estar juntos a pesar de que, por su rango, Darcy no debería estar con Elizabeth: su historia de amor es una afrenta contra las imposiciones de género y de clase social de la época. En este orden de ideas, Orgullo y Prejuicio podría motivarnos a preservar este espíritu, a que (re)escribamos nuestras propias relaciones —también ficciones románticas— para que vayan en contravía del sistema y del “deber ser”. En pocas palabras: a que veamos, igual que ellos, el amor como un acto de libertad.

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